miércoles, 7 de noviembre de 2012

El Mito de Narciso - Ovidio

El Mito de Narciso
Ovidio


Material de Lectura para la Octava Clase Magistral del Curso "Cultura y Contracultura en Nuestro Tiempo"


"Él, el vidente (Tiresias, que era ciego), afamado en toda Boecia, da respuestas certeras a quienes con ansiedad, buscan su ayuda. La primera que puede dar pruebas de lo verídico de sus sentencias es la ninfa Liriope, a quien el dios-río Cephisus, envolvió en las turbulencias de su corriente y la violó mientras la aprisionaba en sus aguas. Liriope quedó embarazada, y llegado el tiempo, la bella ninfa parió a un bello niño. Su belleza era inefable. Ya entonces, otras ninfas pretendían amarlo. El niño fue llamado Narciso. Preguntado el vidente Tiresias, si el niño llegaría a una edad avanzada, respondió: 'vivirá mucho si él no se conoce o no se ve a sí mismo'. Las palabras del profeta fueron desconcertantes y parecieron carecer de sentido. Pero la forma de su muerte y lo extraño de su infatuación, provocaron lo verdadero de tal aserción.

Llegado Narciso a los 16 años y pese a su condición de efebo, muchos jóvenes y muchas muchachas buscaban ansiosamente su amor. Sus formas delicadas y su frío orgullo no permitieron que nadie tocara su corazón.

En una ocasión en la que estaba persiguiendo a un ciervo en el bosque, una cierta ninfa de extraño lenguaje, lo contempló y quedó prendada. Esta ninfa era Echo, quien no podía mantenerse en paz mientras otros hablaban y no podía comenzar a hablar, hasta que se dirigieran a ella. En ese tiempo Echo tenía corporeidad y no era solamente una voz. Y a pesar de ser locuaz, ella no podía hacer uso del lenguaje, más que repitiendo lo último que ella hubiera oído. La diosa Juno le había impuesto ese castigo, pues la había sorprendido en las montañas, en amores con su esposo. Del hecho también participaron otras ninfas. Echo, con astucia entretuvo a las diosas con una larga conversación, hasta que las otras ninfas pudieron huir. Cuando la diosa cayó en cuenta del hecho, le dijo a Echo: 'que tu lengua, por la que yo he sido engañada, sea limitada en sus posibilidades, y que solamente puedas hacer uso del lenguaje de la forma más breve posible'. A partir de ese entonces, Echo pudo solamente repetir las últimas palabras que había escuchado.

Cuando ella vio a Narciso, quien caminaba por los prados, quedó inflamada de amor y fue siguiéndolo con cierto sigilo y recato, y a medida que avanzaba, la pasión se inflamaba más y más. ¡Oh, cuánto deseaba ella acercarse a él con palabras seductoras y hacerle suaves insinuaciones! Pero su naturaleza se lo prohibía, pues no le estaba permitido comenzar a hablar. No tenía más alternativa que esperar sonidos que pudiera repetir como si fueran palabras propias.

De modo accidental, Narciso se había separado de sus compañeros y gritó: ¿hay alguien aquí? Y Echo respondió gritando: ¡aquí! Animado, él miró observando todo su entorno y clamó en alta voz: ¡venid!, y ella repitió: ¡venid!, dirigiéndose a Narciso. Él miró hacia atrás, y no viendo a nadie, gritó nuevamente ¿por qué te alejas de mí?, y como respuesta, escuchó sus propias palabras. Se detuvo, teniendo la sensación de que la voz que escuchaba, se mofaba de él y gritó nuevamente: ¡reunámonos aquí! Y para dar prueba de sus palabras, Echo salió del bosque, y se arrojó sobre Narciso, tendió sus brazos en torno de su cuello y lo abrazó con todas sus fuerzas. Pero él la rechazó con violencia y se apartó diciendo: ¡fuera las manos!, ¡no me abraces! ¡preferiría morir antes que tú te apoderes de mí! Ella respondió: ¡que tú te apoderes de mí!; y no pudo decir nada más.

Así despreciada, Echo se escondió en el bosque, escondiendo su rostro avergonzado entre el follaje y vivió así, en solitarias cavernas. Pero aún despreciada de ese modo, su amor permaneció y su aflicción aumentó. Su insomnio y su descuido fueron consumiendo su desdichado cuerpo. Éste se fue esfumando, su piel arrugándose y se volatilizó en el aire. Solamente quedaron sus huesos y su voz. Finalmente subsistió únicamente ésta, pues sus huesos se transformaron en piedra. Esta voz se esconde en los bosques y solamente se la percibe, únicamente en las laderas de las montañas.

Así como Narciso había despreciado a Echo, también lo hizo con otras ninfas de las alas y de las montañas. Finalmente uno de estos seres despreciados, levantando sus manos al cielo clamando: '¡así como él se ha amado a sí mismo, que nunca pueda alcanzar lo que alguna vez él ame!'. La diosa Nemesis, diosa de la venganza, escuchó tales intensas plegarias.

Había un claro estanque, al que nunca había concurrido ningún pastor con su rebaño. El pasto crecía en sus bordes, regados por la proximidad del agua y un bosquecillo evitaba que el sol alterase su frescura. Aquí, Narciso, cansado en una de sus cacerías, se recostó agobiado por el calor, subyugado por la belleza del lugar y la incipiente primavera.

Mientras Narciso intentaba saciar su sed, otro ser brotó en él, y mientras bebía quedó conmovido por la bella imagen que veía en el agua. Quedó prendado de amor, de deseos y pensamientos por aquello que era solamente una sombra. Él miró mudo de asombro su propia imagen, sin identificarla como propia. Extendido en el suelo miraba con fijeza a sus ojos que parecían dos estrellas y sus cabellos dignos de Baco o de Apolo. En sus suaves mejillas, en su cuello de marfil, en la gloriosa belleza de su rostro de un cierto rubor mezclado con un blanco níveo; en síntesis, miraba aquello por lo cual él era admirado. Inconscientemente se deseaba a sí mismo. Él alababa y lo que alababa era él mismo.

Se inflamó de amor y ardía de amor ¿Cuántas veces intentó besar el elusivo estanque? ¿Cuántas veces sumergió sus brazos buscando abrazar el cuello que ahí veía? Lo que él veía sabía lo que era (no quién era); pero lo que veía lo consumía y la misma ilusión burlaba y tentaba a sus ojos. ¡Oh ingenuo y enloquecido joven!, ¿por qué intentas abrazar a una huidiza imagen? Lo que buscas no está en ninguna parte. Pero retírate y el objeto de tu amor ya no estará. Aquello que contemplas no es más que un reflejo y la sombra de una imagen que no tiene materia propia. Contigo viene; contigo está y contigo se irá..., si tú puedes irte. Ni el hambre o la fatiga podían separarlo de la imagen, pero él permanecía tirado en el sombrío pasto, él contemplaba la falsa imagen con ojos que no podían satisfacer.

Levantándose un poco y asiéndose a los árboles gritó: ¿pudo alguien, decidme árboles, haber alguna vez amado en medio de tanta crueldad como yo? ¿Recuerdan ustedes en el pasado, en vuestra vida centenaria, haber visto consumirse como me consumo yo? Yo estoy hechizado y yo veo, pero lo que veo y me hechiza no lo puedo encontrar, tan grande decepción implica mi amor. Y para afligirme más, ningún océano nos separa, ningún largo camino, ninguna montaña, ninguna muralla de ciudad con puestos infranqueables nos separan, sino una delgada barrera de agua es lo que aparta.

Él mismo (la imagen) está ansiosa de ser abrazada. Cuando acerco mis labios y la luciente onda eleva su rostro esforzándose en acercar sus labios a los míos ¿Piensan ustedes que él puede ser tocado? ¡Y lo poco que separa nuestros corazones amantes! ¡Quien quiera que seas, ven hacia acá! ¿Por qué, incomparable juventud, me eludes? ¿Adónde te vas cuando intento alcanzarte? Seguramente mi forma y mi edad no son adecuados y rehuyes de ellos, pese a haber sido codiciados por las ninfas.

Algún dejo o resto de esperanza, ofreces con tu amigable mirada y cuando intento estrecharte en mis brazos, tú también extiendes los tuyos. Cuando he sonreído, tú también lo has hecho y a menudo se ven lágrimas en tus mejillas, cuando yo sollozo. A mis señas, tú respondes con las tuyas; y yo observo el movimiento de tus labios y me respondes a mis palabras con palabras que mis oídos no pueden oír. ¡Oh, yo soy él! ¡Yo lo he sentido! Yo conozco ahora mi propia imagen. Yo ardo en amor respecto de mí mismo. Yo he encendido las llamas y las sufro. ¿Qué debo hacer? Lo que yo deseo, yo lo tengo ¡Oh, yo debo partir de mi cuerpo! ¡Y qué extraña plegaria para un amante; debo quitar de mí aquello que yo amo! La aflicción me está quitando las fuerzas y yo debo cortar mi vida en la flor de mi juventud. La muerte no es nada para mí. Con la muerte dejaré mis problemas. Quien es amado debe vivir largamente. En este caso, ambos debemos morir en un instante.

Narciso hablaba de este modo y sin darse cuenta, volvió nuevamente a la misma imagen. Sus lágrimas enturbiaron el agua y la imagen desapareció del perturbado estanque. Cuando Narciso vio su partida, clamó: ¡Oh, adónde huyes! ¡Permanece aquí y no desampares a quien te ama, individuo cruel! Me toca en suerte contemplar lo que no puedo tocar, y por esta contemplación, sentir mi infeliz pasión. Mientras así pensaba, Narciso se arrancó sus túnicas y golpeaba con sus pálidas manos su pecho desnudo. Su pecho, así castigado, mostraba a veces una coloración que remedaba una manzana, blanco en partes, inflamado en rojo otras, o como uvas colgando en un racimo, tomaba un tinte púrpura, como cuando aquellas no están maduras. Tan pronto que él vio esto, pues el agua tornaba a ser clara, él no pudo soportar más.

Pero como la cera amarilla se derrite ante un suave calor, como la helada se funde ante el sol de la mañana, lo mismo le ocurría a él, agotado por el amor, así desfallecía y era lentamente consumido por su oculto fuego. No permaneció mucho aquel color rubicundo, mezclado con blanco, ni la fuerza y el vigor o todo aquello que era placentero de contemplar. Apenas subsistía algo, de aquella forma que Echo hubo de amar tanto. Pero cuando ella lo vio, a pesar de la ira y el resentimiento que aún tenía, sintió pena. Y cuando el pobre joven se quejaba y sus manos castigaban su cuerpo, ella emitía los mismos sonidos de pena. Las últimas palabras que él pronunció en ese ámbito primaveral, fueron: ¡Oh, querido joven en vano amado!, y el entorno repitió sus palabras. Y cuando él dijo: ¡adiós!, Echo también dijo: ¡adiós! Narciso dejó caer, agotado, su cabeza sobre el césped y murió cerrando los ojos que estuvieron maravillados por su excepcional belleza. Y cuando él fue recibido en la infernal residencia, él prosiguió mirando su imagen en el estanque de la Estigia. Sus hermanas mayores se golpeaban el pecho y desgreñaban sus cabellos en señal de duelo. Las driates también se lamentaban y Echo repetía los últimos lamentos escuchados. Ya, ellos preparaban la pira fúnebre, blandían antorchas sobre el féretro. Pero su cuerpo no pudo ser hallado en ninguna parte. En el lugar donde estuvo su cuerpo, ellos encontraron una flor cuyo amarillo centro estaba rodeado de blancos pétalos. Cuando esta historia se conoció en todo el ámbito griego, la fama y el renombre de Tiresias fueron grandemente exaltados".



Fuente: "Las Metamorfosis" de Ovidio - Traducción de Louise Vigne



 

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